jueves, 25 de octubre de 2012

Relato Renatta!

Las bocinas aun se ladraban entre sí cuando subí al colectivo. Me paré con las piernas firmes y entreabiertas y miré a ambos costados, como de costumbre. Un pibe de tez morena y campera a rayas acampó vacuno a mi izquierda. Nuestras zapatillas casi apenas se rozaban y sin embargo la simple y presente solemnidad social de evitar el más mínimo contacto entre extraños me mantuvo pendiente del triste detalle, y la pena de debernos parecer islas humanas copó mi mente. Me cuestioné vagamente ciertos patrones de comportamiento generalizados, hilvané alguna que otra otra idea hasta que por su propio peso una a una se fueron escurriendo hasta caer inertes en el cajón de los recuerdos, en algún lugar remoto de mi conciencia. Viajé un buen tramo sin sentir prácticamente nada en particular, y por sobre alguna misma línea mental en la que me deslicé sin advertirme caí de regreso a algún sitio de mi misma donde de pronto balbuceé: “Nosotros”, y sonreí con ternura en el instante. Y nos dibujé en el aire, allí, entre las góndolas de un hipermercado chino atestadas de paquetes con productos tan ajenos a nuestros ojos como los ideogramas que los rotulaban. El flúor chillón del packaging de Asia invadiéndonos prácticamente hasta el alma y nuestra púber sensación de alas, en medio de todo, casi intacta. Como la impune libertad de reír, mirarnos, reconocernos en los surcos de esas risas, besarnos y avanzar como si nada entre el vacío blanco de nuestras propias distancias. Me acuerdo de que corrimos por entre las calles de aquél día con la sonrisa pegada a nuestras caras, como si se tratara de otro país, o de otro tiempo, en otra galaxia. Conseguí asiento y me acomodé el bolso sobre las rodillas. Te extraño, pensé. Alcé la vista y me perdí en las calles que a ritmo vaivén se movían tras el vidrio que acababa de desempañar con un garabato de mi mano, y algo tuyo, una silueta difusa, tal vez, viajaba ahora también allí afuera, acompañándome a mi y a mis pupilas viajeras. Algo de tu ropa se teñía entre las gentes que caminaban bajo la lluvia intemperie del atardecer urbano. Unos jeans, camperas negras como la tuya, bufandas al cuello, el pelo largo y oscuro de una mujer, su paraguas, y la lluvia crepitando sobre todas las cosas. Las gotas brillantes y lustrosas al otro lado de la ventanilla, y el aire caliente del micro en que viajaba. Los ruidos y murmullos internos del colectivo arribaron de inadvertido a la atención de mis sentidos, recientemente lejanos, y a mi realidad mas inmediata, ahora sin mas remedio, allí presente. Pero en cuestión de segundos me volví a perder de vista, entrecerré los ojos dejándome acunar por el movimiento y los ruidos mezclados de la caldeada atmósfera y, con una respiración profunda volví a algún lugar de mi para escuchar tu voz en medio de la noche, y a media sombra en la habitación, sentados ambos en la cama amplia nos miramos. Reanudando la conversación y después de la tensa pausa cerraste a tono mi incógnita, aquella que había quedado punzando el aire mientras la dejabas flotar, expectante, sobre nuestras cabezas, ahí, en el éter de las dudas: - “No lo sé”. dijiste. – “lo que podamos, supongo”... y así concluiste, sin más precisiones sobre el asunto. -”Que hacemos con todo esto, con lo que nos pasa?”- exhalé yo de un tirón y me detuve congelada, con los ojos varados sobre los tuyos y sobre las muescas ínfimas que esbozara tu cara, expectante y, sin embargo un tanto ausente también, como era ya costumbre nuestra, aquella, la de las lentas paradojas. Oí tu respuesta; nos miramos, y así como el silencio, el lápsus fue corto. Inhalamos profundamente y al unísono nos largamos a reír, absurdos y divertidos. Y las palabras desaparecieron rápidas como inadvertidas en el aura del cuarto. Y volvimos a ser solo vos y yo. Sin preguntas, ni respuestas, ni paradojas, ni silencios más grandes que océanos soñados... El punto muerto de argumentos que acechaba entre nuestros cuerpos al soltarnos a la deriva se hacía presente a su antojo, y nosotros lo sabíamos, entonces cerré tu risa con el ligero decir de mis párpados, los dejé caer, pesados sobre mis pupilas nacaradas y me detuve, plácida y desafiantemente desarmada, viéndote yo a vos en la eternidad de los instantes enamorados de mi memoria. Bordeé los contornos de tu cara con la luz tenue que venía por detrás luciéndote el rostro anguloso y sereno. Me detuve, aun más, buscando los límites de mi propia resistencia en tu mirada, y me sostuve allí erguida durante un rato mas. Luego esbocé una sonrisa para mi misma y destapé mi espalda al girar sobre mi propio eje, oscurecida y lustrada por la penumbra mientras que, lentamente, apoyaba mis hombros y pecho sobre la almohada. Dije ya ausente de ruidos tu nombre y me abandoné, sin más, toda yo, a vos.